miércoles, 16 de noviembre de 2016

¿Cuándo hablar y cuando actuar?




Cuando estoy trabajando con una persona en consulta, escuchando su relato, muchas veces pasamos al acto y dramatizamos la escena de la que estábamos hablando, otras veces en cambio, conversamos en torno a alguna cuestión  como intentando atrapar un sentido que se nos escapa.

Me gusta pensar que el texto que se presenta, como un regalo a la confianza y la intimidad que se ha logrado en la consulta, se estructura de dos grandes maneras. Como un relato descriptivo que en su conjunto conforma una escena muy visual, por ejemplo, la discusión con el jefe, o una toma de decisiones que se escenifica en el discurso como una elección entre dos caminos, o a veces una parte del cuerpo que cobra vida y dice “mi estómago me pide que me tranquilice” o “la garganta no me dejaba hablar”. En estos casos se dramatiza la discusión con el jefe, los caminos, o se le da voz a ese estómago o a esa garganta que ya de por si están hablando con su dolor. Estos relatos de superficie, nos son más la punta de un iceberg que al representarse dan lugar a nuevas historias. En estos casos la dramatización es un disparador que facilita la expresión de cuestiones que no podían hilarse en la linealidad del discurso, y que luego de la actuación la palabra aparece a borbotones.


Hay una segunda manera de presentación del texto, y es cuando el relato se engancha, elude, o alude a una pregunta que no puede formularse. En estos casos el relato parece dar vueltas en cuestiones triviales, cotidianas, existenciales, filosóficas o tremendamente duras pero desprovistas de la correspondiente carga emocional. Entiendo en estos casos que la persona se mantiene en terreno conocido, dentro de las respuestas que conoce, incluso a veces citan nuestras conversaciones pasadas, pero sin atreverse interrogar esas “verdades” que aparecen como afirmaciones que ocultan otras verdades impronunciables. En estos casos prefiero escuchar y esperar, dar a entender que no voy a empujar a la persona por sorpresa a la piscina para que se moje, el diálogo es el camino preferido para acercarse lentamente al precipicio, es la madera de que están hechos los laberintos aunque se traten de ruinas circulares. En estos casos la conversación, trae aparejada la sensación de que algo está a punto a ocurrir, aunque a veces no pasa nada, evito interpretar (dar el empujón), es en el otro donde la interpretación debe suceder, y tarde o temprano… sucede.

Con mi compañera cuando hablamos de nuestra hija, nos preguntamos a veces si no deberíamos dejar que llore para que ella misma aprenda a gestionarse (en vez de cogerla y abrazarla inmediatamente que es lo que hacemos), nos decimos que la vida trae de por sí sufrimientos que ella deberá afrontar sola, situaciones en la que no están sus padres para abrazarla y calmarla… ¿Para qué proporcionarle nosotros el dolor que vivir de por si conlleva? ¿En qué medida nuestra crueldad la ayudará a afrontar un mundo cruel?, allá quedan los espartanos, con amor le robamos sonrisas y juegos, y lo mismo en terapia, ¿en qué medida la violencia terapéutica es justificable para impulsar un cambio?.

La terapia relacional genera el contexto necesario para que el crecimiento sea una elección. No te empuja a la piscina, ni te aconseja lanzarte, ni te sugestiona, ni te engaña para que saltes, tampoco te lanza a la piscina por la espalda.

Te permite disfrutar del vértigo, te permite vivenciar el tiempo, no como una cuenta atrás inevitable, sino como un recurso propio, te permite ver que otros ya están en allí nadando y que es más divertido jugar con ellos que está parado pasando frio en el bordillo.

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