Parte de este artículo forma parte del libro
“Acompañamiento Terapéutico en España”, Editorial Grupo 5, Madrid, 2012 ISBN:
978-84-93872-2-0
“Tan unidas marcharon nuestras almas, con cariño tan
ardiente se amaron y con afección tan intensa se descubrieron hasta lo más
hondo de las entrañas, que no sólo conocía yo su alma como la mía, sino que
mejor hubiera fiado en él que en mí mismo”.
Michel de Montaigne (Francia, 1533-1592), 2003.
“Amigo
calificado” (Kuras y Resnizky, 2004) fue una de las denominaciones precedentes
a la de acompañante terapéutico, situación nada casual, dado que
surge de la aguda interpretación del Dr. Eduardo Kalina acerca de uno de los
efectos más recurrentes cuando se trabaja en lo cotidiano. No debemos olvidar
que, a diferencia de otros roles profesionales, el acompañante terapéutico
convive con las dificultades del acompañado, dando lugar a afectos propios a
este tipo de relación, que sin embargo, también suelen darse en otros contextos
terapéuticos o de atención social.
Efectivamente
el acompañante se presenta en la vida del acompañado como alguien paciente,
comprensivo, que intenta caer bien y conocer las dificultades
que padece, y si no padece ninguna, se conforma con estar junto a él.
Difícil no enamorarse de una persona así, más cuando uno se siente
incomprendido, rechazado y lleva una vida solitaria y sin amigos. Lo
verdaderamente asombroso es la sorpresa de los profesionales cuando sucede este
tipo de situaciones esperables.
En la
supervisión de equipos, la cuestión de la amistad aparece como un fantasma que
amenaza la profesionalidad de su práctica, profesionalidad que
suele ser metáfora, a su vez, de “seriedad”, “formalidad” y “rigurosidad” de la
persona que ejecuta la tarea.
La amistad
conlleva, mediante la invasión imaginaria de lo semejante en lo diferente, a
una temida horizontalización de la relación terapéutica que,
de la mano de la identificación, lleva a los profesionales a ocupar lugares
diametralmente opuestos, “verticales”, resaltando aquellas
características de la relación que elevan al acompañamiento del terreno llano
del vinculo fraterno. Es así que el profesional para diferenciarse recurre un
tercero, que puede ser el encuadre o el coordinador, para “poner un límite” con
el acompañado mediante frases como “soy un profesional”, “estoy para ayudarte”,
“vengo aquí a trabajar”, o directamente si actúan estas consignas,
mediante una postura corporal más rígida, la impostura de la voz y el
escrutinio de la mirada que pierde naturalidad y otorgan a la presencia un halo
de autoridad.
Silvia
Resnizky plantea que “la presencia del acompañante terapéutico está marcada por
una paradójica simultaneidad de proximidad y distancia[i].
El acompañamiento terapéutico se va tejiendo en una trama horizontal que
alterna su eficacia con la que opera simultáneamente en sentido vertical. Es un
fenómeno en el que es dable observar legalidades múltiples”. (Resnisky en
Bustos y Frank, 2011). Como vemos, horizontal no es simetría. Lo horizontal y
lo heterogéneo pueden ocupar el mismo lugar, que como veremos luego, no niega
la violencia implícita en toda relación terapéutica (por el hecho de ser una
relación de poder). No está, como en el caso de la simetría, en la línea de la
ilusoria lógica del semejante, sino en la delicada instauración de lo
diferente.
Esto explica
la habitual táctica de recurrir a la Ley para defenderse de la invasión de la indiferenciación en
la relación de acompañamiento.
Hay
múltiples experiencias que describen esta situación. Es representativo el caso
de una acompañante que me consultó consternada por el hecho de que un paciente,
con quien tenía gran afinidad, no cesaba en su interés amoroso por ella. En
consecuencia, había respondido con la frase: no puedo se tu novia, soy
tu acompañante terapéutico, obteniendo por respuesta el enojo y el rechazo
del acompañado, poniendo en riesgo su continuidad en el tratamiento.
Es cierto
que a veces como acompañantes nos exigimos hacerlo todo bien, y ser capaces de
lidiar con cualquier situación, lo cual es imposible, pero este ejemplo
ciertamente no es nada raro en la práctica cotidiana. La frase no puedo
ser tu amor, pero sí tu acompañante encierra en sí misma una paradoja.
Dado que ese espacio yo-no yo, transicional, conlleva una parte de
amor y una parte de sumisión que, llegados a este punto, se vuelve constitutiva
de la relación (¿o también podría decirse sugestión...?).
Sin entrar a
detallar las sugestivas particularidades del amor y la sumisión, no es difícil
entrever que amor y sumisión son dos partes de mismo movimiento.
Vemos que en
el “amor desdichado, inalcanzable”, que es el que se surge en el acompañado
(dado que suponemos que el profesional no responde a sus expectativas, lo cual
no siempre es así), “el yo resigna cada vez más todo reclamo, se vuelve más
modesto, a la par que el objeto se hace más grandioso y valioso; al final llega
a poseer todo el amor de sí mismo, y la consecuencia natural es el
autosacrificio de este”. En síntesis, “el objeto (de amor) ha ocupado el lugar
del ideal del yo” (Freud, 1995). La fascinación y la sumisión caracterizan este
tipo de vínculo amoroso, pero es una sumisión engañosa, el propio acompañante
percibe rápidamente en sus carnes lo violento de la situación.
Se
trata de una subversión de la violencia constitutiva de toda
relación terapéutica (mas allá que esta se desenvuelva en el ámbito de
la clínica, la rehabilitación, el terreno judicial o la educación).
Efectivamente el vínculo entre acompañante y acompañando no queda exenta la
trama discursiva en la que se inscribe y, por lo tanto, de la trama de poder
que en ella se despliega.
Subversión,
en tanto la violencia implícita y frecuentemente negada que acompaña la
aparición del profesional en la escena terapéutica, se invierte volviendo al
profesional hacia un terreno incierto, el del amor, donde es inerme y carece de
autoridad, arrastrándolo hacia una supuesta horizontalización del
vínculo, a una supuesta semejanza. Dice Rossi (2011), “el semejante
es aquel cuya imagen guarda determinada simetría; donde aparece una cierta
“igualdad”, tanto como una cierta “identidad, un plano en que se establecen
puntos de comparación, como suele darse en una amistad”. “Identidad” e
“igualdad”, son ficciones que pueden abrir para e acompañante un campo de
acción posible, aunque ambiguo y complejo, sobre todo si se lo considera una
evidencia en vez de una virtualidad.
Cuando la
Teoría de la Recuperación propone que “el apoyo entre iguales es
fundamental para muchas personas en su proceso de recuperación” (Shepherd,
2008), es evidente que no se refiere al trato entre profesionales y usuarios,
sino más bien a la relación entre los propios usuarios.
Dicho esto,
vemos que la frase no puedo ser tu amor, pero sí tu acompañante,
esconde el último intento de salvaguardar las diferencias en la trinchera del
trabajo cuerpo a cuerpo.
No entiendo
por esta razón, las referencias a lo fraterno o a lo semejante en
el Acompañamiento Terapéutico, salvo en la medida en que se trata de un señuelo,
de un artificio técnico al servicio de la táctica, dado que
“en tanto el acompañante terapéutico se aleje demasiado de ese lugar de
semejanza, se correría el riesgo de perder la posibilidad de instituir con el
paciente […] ´algún tipo de medida común´” (Pulice, 2011). La instauración de
lo simbólico requiere entonces de un uso cuidadoso de los caminos imaginarios
que se nos brindan para asemejarnos al sujeto.
[i] En esta ecuación, semejante y prójimo, a pesar de las acertadas
diferencias que destaca Rossi (2011) han de ser ubicadas en un lugar próximo en
contraposición de lo diferente y lo extraño. Ambas relaciones, la del
semejante/prójimo y la del diferente/extraño quedarían integradas dentro de un
Lógica del extranjero.
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