martes, 10 de noviembre de 2015

El amigo, la amistad y el extranjero en la relación terapéutica PARTE I



Parte de este artículo forma parte del libro “Acompañamiento Terapéutico en España”, Editorial Grupo 5, Madrid, 2012 ISBN: 978-84-93872-2-0

“Tan unidas marcharon nuestras almas, con cariño tan ardiente se amaron y con afección tan intensa se descubrieron hasta lo más hondo de las entrañas, que no sólo conocía yo su alma como la mía, sino que mejor hubiera fiado en él que en mí mismo”.
Michel de Montaigne (Francia, 1533-1592), 2003.

“Amigo calificado” (Kuras y Resnizky, 2004) fue una de las denominaciones precedentes a la de acompañante terapéutico, situación nada casual, dado que surge de la aguda interpretación del Dr. Eduardo Kalina acerca de uno de los efectos más recurrentes cuando se trabaja en lo cotidiano. No debemos olvidar que, a diferencia de otros roles profesionales, el acompañante terapéutico convive con las dificultades del acompañado, dando lugar a afectos propios a este tipo de relación, que sin embargo, también suelen darse en otros contextos terapéuticos o de atención social.

Efectivamente el acompañante se presenta en la vida del acompañado como alguien paciente, comprensivo, que intenta caer bien y conocer las dificultades que padece, y si no padece ninguna, se conforma con estar junto a él. Difícil no enamorarse de una persona así, más cuando uno se siente incomprendido, rechazado y lleva una vida solitaria y sin amigos. Lo verdaderamente asombroso es la sorpresa de los profesionales cuando sucede este tipo de situaciones esperables.

En la supervisión de equipos, la cuestión de la amistad aparece como un fantasma que amenaza la profesionalidad de su práctica, profesionalidad que suele ser metáfora, a su vez, de “seriedad”, “formalidad” y “rigurosidad” de la persona que ejecuta la tarea.

La amistad conlleva, mediante la invasión imaginaria de lo semejante en lo diferente, a una temida horizontalización de la relación terapéutica que, de la mano de la identificación, lleva a los profesionales a ocupar lugares diametralmente opuestos, “verticales”, resaltando aquellas características de la relación que elevan al acompañamiento del terreno llano del vinculo fraterno. Es así que el profesional para diferenciarse recurre un tercero, que puede ser el encuadre o el coordinador, para “poner un límite” con el acompañado mediante frases como “soy un profesional”, “estoy para ayudarte”, “vengo aquí a trabajar”, o directamente si actúan estas consignas, mediante una postura corporal más rígida, la impostura de la voz y el escrutinio de la mirada que pierde naturalidad y otorgan a la presencia un halo de autoridad.


Silvia Resnizky plantea que “la presencia del acompañante terapéutico está marcada por una paradójica simultaneidad de proximidad y distancia[i]. El acompañamiento terapéutico se va tejiendo en una trama horizontal que alterna su eficacia con la que opera simultáneamente en sentido vertical. Es un fenómeno en el que es dable observar legalidades múltiples”. (Resnisky en Bustos y Frank, 2011). Como vemos, horizontal no es simetría. Lo horizontal y lo heterogéneo pueden ocupar el mismo lugar, que como veremos luego, no niega la violencia implícita en toda relación terapéutica (por el hecho de ser una relación de poder). No está, como en el caso de la simetría, en la línea de la ilusoria lógica del semejante, sino en la delicada instauración de lo diferente.

Esto explica la habitual táctica de recurrir a la Ley para defenderse de la invasión de la indiferenciación en la relación de acompañamiento.

Hay múltiples experiencias que describen esta situación. Es representativo el caso de una acompañante que me consultó consternada por el hecho de que un paciente, con quien tenía gran afinidad, no cesaba en su interés amoroso por ella. En consecuencia, había respondido con la frase: no puedo se tu novia, soy tu acompañante terapéutico, obteniendo por respuesta el enojo y el rechazo del acompañado, poniendo en riesgo su continuidad en el tratamiento.

Es cierto que a veces como acompañantes nos exigimos hacerlo todo bien, y ser capaces de lidiar con cualquier situación, lo cual es imposible, pero este ejemplo ciertamente no es nada raro en la práctica cotidiana. La frase no puedo ser tu amor, pero sí tu acompañante encierra en sí misma una paradoja. Dado que ese espacio yo-no yo, transicional, conlleva una parte de amor y una parte de sumisión que, llegados a este punto, se vuelve constitutiva de la relación (¿o también podría decirse sugestión...?).

Sin entrar a detallar las sugestivas particularidades del amor y la sumisión, no es difícil entrever que amor y sumisión son dos partes de mismo movimiento.

Vemos que en el “amor desdichado, inalcanzable”, que es el que se surge en el acompañado (dado que suponemos que el profesional no responde a sus expectativas, lo cual no siempre es así), “el yo resigna cada vez más todo reclamo, se vuelve más modesto, a la par que el objeto se hace más grandioso y valioso; al final llega a poseer todo el amor de sí mismo, y la consecuencia natural es el autosacrificio de este”. En síntesis, “el objeto (de amor) ha ocupado el lugar del ideal del yo” (Freud, 1995). La fascinación y la sumisión caracterizan este tipo de vínculo amoroso, pero es una sumisión engañosa, el propio acompañante percibe rápidamente en sus carnes lo violento de la situación.

Se trata de una subversión de la violencia constitutiva de toda relación terapéutica (mas allá que esta se desenvuelva en el ámbito de la clínica, la rehabilitación, el terreno judicial o la educación). Efectivamente el vínculo entre acompañante y acompañando no queda exenta la trama discursiva en la que se inscribe y, por lo tanto, de la trama de poder que en ella se despliega.

Subversión, en tanto la violencia implícita y frecuentemente negada que acompaña la aparición del profesional en la escena terapéutica, se invierte volviendo al profesional hacia un terreno incierto, el del amor, donde es inerme y carece de autoridad, arrastrándolo hacia una supuesta horizontalización del vínculo, a una supuesta semejanza. Dice Rossi (2011), “el semejante es aquel cuya imagen guarda determinada simetría; donde aparece una cierta “igualdad”, tanto como una cierta “identidad, un plano en que se establecen puntos de comparación, como suele darse en una amistad”. “Identidad” e “igualdad”, son ficciones que pueden abrir para e acompañante un campo de acción posible, aunque ambiguo y complejo, sobre todo si se lo considera una evidencia en vez de una virtualidad.

Cuando la Teoría de la Recuperación propone que “el apoyo entre iguales es fundamental para muchas personas en su proceso de recuperación” (Shepherd, 2008), es evidente que no se refiere al trato entre profesionales y usuarios, sino más bien a la relación entre los propios usuarios.

Dicho esto, vemos que la frase no puedo ser tu amor, pero sí tu acompañante, esconde el último intento de salvaguardar las diferencias en la trinchera del trabajo cuerpo a cuerpo.

No entiendo por esta razón, las referencias a lo fraterno o a lo semejante en el Acompañamiento Terapéutico, salvo en la medida en que se trata de un señuelo, de un artificio técnico al servicio de la táctica, dado que “en tanto el acompañante terapéutico se aleje demasiado de ese lugar de semejanza, se correría el riesgo de perder la posibilidad de instituir con el paciente […] ´algún tipo de medida común´” (Pulice, 2011). La instauración de lo simbólico requiere entonces de un uso cuidadoso de los caminos imaginarios que se nos brindan para asemejarnos al sujeto.

[i] En esta ecuación, semejante y prójimo, a pesar de las acertadas diferencias que destaca Rossi (2011) han de ser ubicadas en un lugar próximo en contraposición de lo diferente y lo extraño. Ambas relaciones, la del semejante/prójimo y la del diferente/extraño quedarían integradas dentro de un Lógica del extranjero.

CONTINUARÁ EL PRÓXIMO 17/11/2015....

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