Parte de este artículo forma parte del libro “Acompañamiento Terapéutico en España”, Editorial Grupo 5, Madrid, 2012 ISBN: 978-84-93872-2-0
“El problema de la amistad en el Acompañamiento Terapéutico” se desvela por
el hecho de que no hay ninguna amistad, pero sí hay amigueo, colegueo,
incluso podemos confraternizar con el acompañado sosteniendo
un “como si”, una pseudo-amistad, pero no hay amistad.
No podemos negar o forcluír la marca fundante de la relación de acompañamiento:
la violencia fundacional de la institución del dispositivo en la
subjetividad del sujeto, una marca que ubica al acompañante en el lugar del
extranjero, del extraño, de la amenaza y del desafío. Muy a nuestro pesar,
debemos asumir e integrar este aspecto en la relación con el acompañado. La
paradoja resultante, volviendo al ejemplo anterior, es si te amo, no
puedo ser tu acompañante, elijo ser tu acompañante a pesar de amarte[i], de aquí que frecuentemente la amistad se
presente como un obstáculo facilitador.
El trato de igual a igual se corresponde a una lógica
específica de la amistad, a una lógica del semejante. De esta lógica parten los
argumentos desde los cuales se justifican razonamientos como que “al paciente
hay que tratarlo como a uno mismo” o “los usuarios son como nosotros”, “no hay
que tratarlos diferente”, cuestiones que se plantean en los equipos. Al borrar
esa marca diferencial, el profesional queda preso de una conceptualización de
amistad que Montaigne (2003) define con gran precisión: “En la
amistad de que yo hablo, las almas se enlazan y confunden una con otra por modo
tan íntimo, que se borra y no hay medio de reconocer la trama que las une”.
Éste es uno de los principales fantasmas del profesional que trabaja en lo
cotidiano. En la medida que se borran todas las diferencias, deja de haber
acompañamiento, “no hay medio para reconocer la trama que une”. A los ojos de
Montaigne, dice Derrida, “no hay don, ni deuda, ni deberes”, no hay un
instituido que sostenga desde lo simbólico la caída libre de la plácida pareja
en la trampa de lo imaginario. Ceder ante una lógica de la amistad (sin tener
en cuenta la dimensión de la diferencia) nos impide ver la violencia que
ejercemos sobre el otro, y la amenaza que constituimos en tanto diferentes,
extraños y extranjeros.
El acompañante puede parecer semejante a los ojos de un
tercero que se los cruza por la calle, pero no lo es en la relación. Ceder a la
semejanza es ceder en la función.
En consecuencia, lograr una distancia óptima requiere
incorporar a la ecuación una lógica del enemigo. No estoy diciendo que el
acompañante terapéutico vaya a ser el enemigo del acompañado, sino que algo de
esta dimensión se halla en juego en cada relación. De la misma forma, es irreal
la amistad, aunque bajo la misma lógica, cabe pensar que algo de la dimensión
de la amistad se pone siempre en juego.
Incluyendo la lógica del enemigo en la ecuación nos damos cuenta de que no
podemos dar por hecho que seremos recibidos con hospitalidad por el usuario
acompañado (o su familia), dado que toda hospitalidad sin invitación (y aun con
ella) se vuelve imposible, pues el acompañante aparece como un extraño venido
de afuera, como una presencia amenazante de lo instituido que es impuesta desde
una instancia de poder externa a la familia, el tratamiento.
La violencia implícita de nuestra llegada es un hecho por todos conocido
(seamos conscientes de ello o no) dado que si no, ¿Cómo se explica lo que
llamamos enganche? ¿No es un objetivo del enganche caerle bien
al usuario? ¿Seducirlo? ¿Venderle los beneficios de nuestra presencia? ¿Del
tratamiento?, ¿acaso a alguien se le ocurriría iniciar un tratamiento con
exigencias, utilizando a discreción la herencia de poder heredada del tercero
que nos convoca (psiquiatra, terapeuta, juez, etc.)? ¿O más bien intentaremos
desentendernos de ésta herencia y mostrarnos comprensivos y negociadores?
Técnicamente comenzar un tratamiento remarcando las diferencias de poder es, a
todas luces, un suicidio metodológico, aunque una vez establecida la relación
terapéutica pareciera perder peso este argumento, y no fuese tan contradictorio
recurrir a este recurso, cuando el profesional ve desdibujada su imagen al
acercarse a las inmediaciones de la amistad.
La importancia del enganche radica en que intentamos
compensar la violencia implícita de nuestra presencia recurriendo al
subterfugio del semejante. Como plantea Derrida (2003):
La invitación conserva el control y recibe en los límites de lo posible; no
es, por consiguiente, pura hospitalidad; economiza la hospitalidad, pertenece
todavía al orden de lo jurídico y de lo político; la visitación, por su parte,
exige por el contrario una hospitalidad pura e incondicional que acoge lo que
acontece como im-posible. La única hospitalidad posible, como pura
hospitalidad, debería pues hacer lo imposible.
La técnica correcta consistiría, si esto es posible, en hacernos
invitar. Debemos evitar exigir una “hospitalidad incondicional”, dicho en
otros términos, debemos aceptar ciertas transgresiones y rebeliones por parte
del acompañado y su entorno. Incluso, a partir de lo que hemos visto, ahora se
entiende por qué deberíamos esperar este tipo de reacciones. De lo contrario
estaríamos exigiéndole una sumisión incondicional, sin derecho a réplica[ii].
También podemos entender, porqué ciertos enganches son
más complicados que otros, dado que cada persona tiene distinta una capacidad
de integración (si decidimos hacernos invitar) o sumisión (si lo exigimos). Por
otra parte, éste es un proceso que lleva su tiempo. La mera presencia extraña
del acompañante impone al vínculo que integre esta disonancia. De la integración
resultante, que puede asumir combinaciones muy variadas, dependerán las formas
que vaya asumiendo el vínculo a lo largo del tratamiento.
En el caso de la acompañante a la que solicitan amorosamente se observa
esta disociación, la propuesta en esas condiciones está destinada al fracaso.
El acompañado logra establecer al mismo tiempo un vínculo amoroso y de rechazo
con la acompañante. Al mismo tiempo consigue anular el efecto apaciguador de su
presencia volviéndolo perturbador. En el enamoramiento el vínculo pierde su
capacidad de contención y sostén, la relación se vuelve insostenible para
ambos.
Ahora bien, sabiéndonos enemigos podemos optar por la amistad, “en el
propio amigo debemos honrar incluso al enemigo” dice Nietzsche (2004). Tener presente
la diferencia, la condición de enemigo que uno representa para el otro
tranquiliza, permite acercarse al acompañado desde otro lugar sin necesidad de
esperar ningún reconocimiento, ninguna retribución afectiva (del tipo “el
paciente no me quiere”), se acepta lo que hay, y deja de ser necesario poner
una distancia artificial ya que no se pone distancia de lo que no se teme, de
lo que no se (con) funde.
Es esta dimensión del enemigo la que nos permite sostener el como
si de la amistad en un acompañamiento. Desde esta lógica el
acompañante supone una amenaza al status quo del acompañado, pero también
representa un desafío (una posibilidad de cambio). La seducción de
esta figura obtiene su fuerza de la bivalencia[iii] de un vínculo que atrae a la vez que
rechaza, el amor y el odio se manifiestan en paralelo.
Por lo tanto, a la lógica del amigo le co-rresponde la
lógica del enemigo. Este par antinómico marca “el grado máximo de intensidad de
una unión o separación, de una asociación o disociación”, y representa la
distinción ultima de su dimensión política (Schmitt, 2005).
“Y el hermano se revela: mi enemigo” dice Derrida (1998). Esa
dualidad está presente en toda relación, un ejemplo de esto son los efectos que
suceden durante el tiempo de supresión-rivalidad, uno de los
tiempos que, según nos informan Kuras y Resnizky (2011) forma
parte del proceso de constitución del vínculo fraterno. Es
un tiempo, dicen las autoras, “de disyunción fratricida, es “yo o
el otro”, al modelo de Caín y Abel, se juega la disputa por el lugar frente al
amor parental” (Resnizky en Frank y Bustos, 2011).
En este tiempo de supresión-rivalidad, mientras es más visible
la antinomia amigo-enemigo, “el acompañante terapéutico es visto como “espía
psiquiátrico”, “buchón”, representante del poder médico al servicio de vigilar
y castigar. El clima predominante es de sospecha o desconfianza. Las ansiedades
persecutorias generan conductas tendientes a mantener la distancia” (Kuras y
Resnizky, 2011). En la medida en que predomina el eje supresión-rivalidad vemos
que el acompañante es percibido como un enemigo. Solo posteriormente la función
compensatoria de la amistad, en donde objeto malo y bueno, amigo y enemigo, son
integrados en el vínculo, lo cual sucede de muy diversas formas y con
diferentes resultados.
CONTINUARÁ PRÓXIMO 24/11/2015
[i] O dicho de otra forma, sí
soy tu amigo no puedo ser tu at, elijo ser tu at a pesar de ser tu amigo.
CONTINUARÁ PRÓXIMO 24/11/2015
[ii] Muchas veces la queja de los equipos
al usuario: “no nos abre la puerta”, o a la familia y en especial a la
madre, se producen porque se ignora esta cuestión. El profesional termina por
creerse que viene para ayudar, olvidando la violencia que implica
su mera presencia.
[iii] Concepto esbozado por Pichon-Rivière
(1985) para referirse a una característica del vínculo esquizoide, que en
realidad se comporta como si fueran dos vínculos, estableciendo la persona dos
vínculos por separado una con el objeto bueno, otra con el objeto malo. “En
la relación psicoterápica el paciente suele tener una actitud particular con el
analista y una actitud contraria en el afuera. Por tratarse, pues, de dos
objetos diferentes, no debemos hablar de ambivalencia sino de bivalencia.
Porque la ambivalencia es una relación, el vínculo con un objeto total en que
el amor y el odio están dirigidos al mismo objeto, mientras que en la posición
esquizoide el amor y el odio están dirigidos a objetos diferentes. Son objetos
diferentes y partes diferentes del yo que establecen vínculos diferentes en
este proceso”.
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